sábado, 16 de octubre de 2010

El tétrico

Cuando aquella niña de grandes mofletes y pequeños ojos vidriosos nació; todo el mundo pudo comprender que sería una vida cargada de lamentos, llena de lágrimas para poder paliar el dolor inherente a su alma. Estaba predestinada al sufrimiento y para ello la educaron. Siempre la habían prevenido contra todas las desdichas que pudieran sucederle, pérdidas irreparables, caídas a un vacío convulso y añejo, imágenes inenarrables, etc.

No nos dejemos engañar, no fue una infancia traumática ni mucho menos, mas bien todo lo contrario; sus padres la adoraban como sólo ellos consiguen querer. La instaron a la lectura como fuente de conocimiento y remanso de paz; tuvo la oportunidad de conocer, gracias a ellos lugares de incomparable belleza natural; le enseñaron a admirar las obras de arte cotidianas y también las extraordinariamente vanaglorizadas por el paso de los tiempos, dejando siempre muy clara la soledad de su alma; todo aquello que la hacía dichosa podría lograrlo sola. Sería la felicidad autosuficiente.

Lucía creció y muy pronto se resignó, nadie lograba comprenderla porque ella no se dejaba desencriptar; luchaba diariamente porque los infelices dejaran de serlo si tal poder estaba de su mano, ofrecía su ayuda desinteresadamente a cualquiera que la pudiera necesitar sin importar su grado de implicación en ninguna de las relaciones sociales preestablecidas; pero se cansó, sabía que no podía optar a más que un etéreo espejismo de felicidad y no le pareció coherente. Era plenamente consciente de que los seres por los que se dejaba rodear eran puros, más o menos sinceros y, sobre todo, “necesitados”; le encantaba escuchar, aunque ella hablase por los codos sin decir nada.

Supuso que la primera pérdida importante sería la de aquella persona que la llevaba advirtiendo que aquello pasaría en parte como amenaza velada y también como aviso para crear una coraza alrededor del corazón; esa armadura fue mutando con el paso de los años, a medida que le iban haciendo daño ella iba endureciendo esa capa hasta que llegó al punto de no retorno. Nunca podría volver a amar, aquella cobertura se había solidificado justamente en el momento que su corazón se hallaba más pequeño, encogido por miles de dudas y penas que la asaltaban. Y así se quedó, con un corazón minúsculo, pero con un alma muy grande encerrada en un cuerpo cansado de vivir.

Decidió que haría un viaje para poder alcanzar la tranquilidad suprema, aquella donde no te molestan las arrogancias ni las mentiras, aquella donde, da igual lo que hagas, nadie va a tratar de juzgarte pues ya no habrá quien pueda hacerlo, aquella que no tiene vuelta atrás pero que consigue que, quien la recibe, desborde una exultante felicidad, sólo entonces su corazón podría expandirse, en el momento definitivo, podría amar y ser amada.

Aquel viaje sin vuelta la llevó al primer paraje natural del cual tenía recuerdos propios (las fotografías realizadas a lo largo de su vida no podían contar como opción, pues no pueden transmitir sensaciones, sino que nos transportan a lo vivido en la toma de aquella instantánea y por eso sólo tienen sentido para quien participa en ellas). Una capilla perdida, abandonada mucho tiempo atrás hasta por los miembros del clero; no la recordaba tan humilde, tan decrépita, tan vulnerable; forzó mínimamente la puerta para acceder a un interior desolado, el vacío lo ocupaba todo; sólo se podía observar detrás de lo que se suponía como un altar, una piedra tallada; un mensaje.

La inscripción rezaba así: “Y aquellos que nos temen lucharán porque no lleguemos a nuestra meta, aquellos que nos quieren forjarán a base de dolor nuestras almas impías, aquellos que nos odian imprimirán su ira en nuestros rostros porque, al fin, siempre somos parte de aquello que nos rodea”.

Sorprendentemente el alma de aquella muchacha estaba más que excomulgada (según los dictámenes de la Iglesia Católica) pese a que su rostro no emanaba furia, se le veía más que sana y, como comienzo, había llegado hasta aquí; una meta sencilla, sin duda; pero lugar de llegada al fin y al cabo. Habían pasado muchos años desde la última vez que se percató de aquel delicioso paisaje y, sin embargo, lo recordaba, con el sol hundiéndose tras las montañas, aquel pantano que brillaba como si se hubiese servido de un manto de oro, la brisa fresca, otoñal, acariciando las copas de los árboles, el graznido de las aves que sobrevolaban el lugar, etc.

Tal vez Lucía sólo estuviera exagerando, seguramente todo aquello tendría mucha más lógica de la que ella le encontraba, es probable que se sintiera confusa e invencible a la vez; largo había sido el camino hasta aquel paraje, dificultosas etapas de una vida enrevesada, complicada por aquellos que en algún momento la rodearon, sólo ahora podía hacer el balance. Siempre se había creído con más suerte de la habitual para lo económico y más desdichada en el ámbito personal pero hacía muchos años que había llegado a la conclusión de que era por simple justicia; no podía pedirlo todo.

Asomada a aquel balcón natural, recapituló, recodordó la inscripción; estaba de acuerdo con lo que allí se plasmaba y encontró una solución; si nadie tuviera miedo de ella, no tendría dificultades para encontrar y acabar su camino; si consiguiera que nadie la quisiese no sufriría jamás sus pérdidas; y, si nadie la hubiese odiado no hubiera tenido nunca, cara de malas pulgas. Quería quedarse allí; en su ladera de la montaña; porque es, donde nadie nos rodea, cuando conseguimos ser nosotros mismos.

Poco tiempo después, cuando descubrió que jamás conseguiría estar sola; que realmente había alguna gente a la que su vida le importaba decidió que no podría llegar a su meta; no lograría que la oscuridad por fin la invadiese, que todo aquello terminara de la forma más rápida e indolora posible. No podría hacerle eso a la gente que la rodeaba, no podía hundir así a su familia, no quería provocar más lágrimas de las que ella misma había podido emanar a lo largo de su corta vida, pero tampoco conseguiría vivir; en ese momento su alma decidió que si que podía; mientras hubiese un cuerpo al que referirse y éste estuviera caliente y “vivo” podría huir de todo lo que la rodeaba; conseguiría dejar de sufrir, dejar de mentir, al fin, alcanzaría su meta. La muerte.

1 comentario:

Oscar dijo...

Dejando un lado la tristeza de tus palabras, es lo mejor que has escrito.
Y ahora ahondando en esa tristeza te digo, solo dos cosas.
Lo importante es el camino y no la meta, así que sigue recalcando en crearlo y desviarlo como el flujo de un río.
No se si es por empatía y, salvaguardando las distancias, pase por lo mismo hace unos meses. Me gusta saber que no he sido el unico, me hace creer en el ser humano.
Espero que a ti te haga lo mismo y solo con eso veas que no estas sola.